sábado, 11 de julio de 2015

Rose Clark: A mis compañeros de fatigas.

Tal vez no entiendan mucho de estas líneas. Es una historia para una de las partidas de rol en la que estoy. Quizás no debería ir en este blog, pero el contenido que no está no es tan importante para comprender la historia.

Antes de empezar, quiero dar las gracias al master de la partida por crear un universo tan fantástico, y tan abierto a imaginar. Tengo la suerte de compartir mi vida con él.

Sin más, os dejo con una carta a los guardianes, aquellos que me acompañan en mi extraña aventura.



A mis compañeros de fatigas:

Si estáis leyendo estas líneas, quiere decir que me he vuelo loca (si es que no lo estoy ya, porque lo que ven mis ojos solo puede estar en la mente de alguien a quien la cordura le ha abandonado), o algo peor. En todo caso, quizás no haya sido del todo sincera con vosotros, y quiero que sepáis la verdad para que el recuerdo que tengáis de mi no sea tan falso como la persona que creéis que soy.

No sé cómo he conseguido este trozo de papel, y mucho menos un bolígrafo con tinta, en medio de este caos. Puede que algunos lo tachen de milagro. Yo pienso que este maldito hotel lo ha puesto ahí para que deje de ocultar los secretos que me atormentan.

En el momento en el que escribo esto, Dylan se revuelve en sueños. Sus jóvenes ojos han visto más de lo que deberían. Smith le da la espalda a todo el mundo, haciéndose el dormido, pero pensando en cómo salir de esta con vida. El coronel acabará enfermando si no se anda con ojo. Y Mathew, como siempre, duerme boca arriba, casi sin mover un dedo. Este chico me pareció extraño desde la primera vez que lo vi, pero nada tan extraño como su forma de dormir. Yo escribo con una luz que sabrá Dios de donde viene. Personalmente, prefiero no saberlo.

Puede que, antes de que leáis esto, ya os haya contado lo que esconden estas páginas. O puede que nunca las encontréis. Seguramente escribir esto solo sirva para poner en paz mi alma ante la que imagino como una muerte inminente. Sea como sea, espero que perdonéis a esta vieja que solo intentaba cumplir una promesa. Vamos allá, pues.

Conocí a Adam unos años antes de irse a la guerra. Por aquel entonces yo estaba acabada, ni siquiera me llamaba a mi misma persona. Había perdido todo lo que había conseguido a lo largo de mi vida: mi familia, mi pequeña librería, y casi mi casa. Apenas me llegaba para comer, y mis ahorros se agotaban por momentos.

Era una fría tarde de invierno. Recuerdo que era viernes porque siempre tenía la misma rutina ese día. Ya volvía a casa, y apenas me sentía las manos. Pasé por en frente de una cafetería y el olor me embriagó. Rebusqué por mis bolsillos y encontré varias monedas. Después de pensármelo, entré y pedí un expreso, lo más barato que vi en el menú. En calor de la taza me devolvió la sensibilidad en los dedos, y el amargo café prácticamente me dio la vida. El establecimiento era cálido y la gente charlaba animadamente a mi alrededor. Las paredes estaban decoradas con cuadros con aire antiguo, y pintadas a dos tonos de marrón. Las sillas, de metal negro, parecían menos cómodas de lo que en realidad eran. La barra era de madera oscura y vieja. El local era antiguo, y apenas habían renovado el mobiliario, algo que por aquel entonces estaba bastante de moda. Hay cosas que nunca cambian.

Me acerqué a la barra para pagar. El camarero me miraba con cierto aire de superioridad, incluso con algo de asco. Tengo que admitir que no tenía muy buen aspecto, pero iba aseada y con ropa limpia. Aunque contrastaba un poco con el resto de clientas, que presumían del cardado que les había hecho la peluquera aquella mañana.

-Un dólar con veinte.

Saqué las monedas y me puse a contarlas.

-Solo llevo ochenta y cinco centavos encima. Mi casa está aquí al lado, me acerco y le traigo lo que falta.

-De aquí nadie sale sin pagar, a no ser que vaya acompañado de la policía. Así que ya está sacando el dinero si no quiere que les haga una llamada.

-Por favor, déjeme ir a por el resto. Le dejo algo como aval si quiere -dije llevándome las manos a la cadena que llevaba colgada del cuello.

-Aquí no hay avales que valgan. O el dinero, o la policía. Y veo que usted va a por la segunda opción.

El camarero me agarró de la muñeca con fuerza y me arrastró hacia la parte de la barra en la que estaba el teléfono. Marcó el número de la policía. Nunca pensé que podía caer tan bajo, arrestada por no tener para un café. Sonaba el segundo tono cuando una voz masculina sonó a mi espalda.

-No moleste usted a los federales, que seguro que tienen asuntos más importantes que atender que una deuda de treinta y cinco centavos. Tenga -dijo tendiéndole un billete de 10 dólares-, el café de la señorita y una propina por las molestias.

El camarero colgó el teléfono y se guardó el billete.

-No quiero volver a verla por aquí. La próxima vez no tendrá tanta suerte.

-Salgamos de aquí -replicó el hombre-. Ni siquiera es buen café -una vez fuera, se presentó-. Mi nombre es Adam Jones, para servirla.

-Yo soy...

-No me lo diga -interrumpió esbozando una sonrisa-. Rose Clark, antigua propietaria de la librería Clark's de aquí al lado.

-¿Cómo lo sabe?

-Era un habitual en su librería. Tiene muy buen gusto.

Ahora que lo decía, recordaba su cara. Siempre me habían llamado la atención sus ojos grises, siempre alegres, contrastaban con todo lo que le rodeaba.

-Fue una pena que tuviese que cerrar. Era mi favorita.

-Sí, tuve ciertos problemas familiares y económicos. El banco llevaba tiempo queriéndose hacer con el local, y tuvo la ocasión perfecta.

Sin darme cuenta, caminábamos hacia el lugar donde estuvo mi librería hasta hacía unos meses. Desde que dejase de ser mía, no había vuelto a pisar ese lugar. Al doblar la esquina, encontré el que fue mi segundo hogar tal y como lo dejé. Por las cortinas bajadas se intuían siluetas de libros y cajas en el suelo.

-Es curioso lo poco que valoran en los bancos el material de calidad. Es enseñarle un par de verdes y se olvidan de aquello que tanto deseaban.

Lo miré con extrañeza. Aquel individuo, además de traerme de vuelta a uno de los lugares a los que más daño me hacía volver, se quería regodear. De pronto, se giró hacia mi y comenzó a hurgar en el bolsillo izquierdo de su pantalón.

-Quiero hacerle un regalo -sacó una llave que reconocí al instante-. O, más bien, devolverle lo que es suyo.

Noté cómo mis ojos se humedecían.

-No... no puedo aceptarlo.

-No será gratis, por supuesto -dijo con una sonrisa-. Me gustaría que usted me hiciese un par de favores a cambio.

Retrocedí, agarrando el cuello de mi raído abrigo.

-No se por qué tipo de mujer me ha tomado, señor Jones, pero se equivoca por completo.

Me giré y comencé a caminar calle arriba, pero apenas había dado un par de pasos cuando noté como me sujetaban suavemente del brazo.

-No se por qué tipo de hombre me ha tomado, señora Clark, pero se equivoca por completo. Pasemos a la librería y se lo contaré todo -le miré de arriba abajo, evaluándolo-. Confíe en mi.

En la primera página de todos los manuales de seguridad mencionan el mismo consejo: nunca entres a un edificio abandonado con un desconocido. Yo, por supuesto, hice caso omiso. No se que tenía Adam, transmitía seguridad, tranquilidad. Y con esa atmósfera, entramos en la librería. Mi librería.

Todo seguía tal y como lo dejé, excepto por la gran capa de polvo que cubría hasta el último rincón de la estancia. Las estanterías de madera vieja, altas y oscuras, apenas dejaban ver algún resquicio de pared. Ahora, sin libros y sin mi colección de pipas, parecían vacías, sin vida. Al fondo, encima de un mostrador del mismo marrón que las estanterías, seguía estando el que seguramente sería el objeto más valioso de toda la tienda: una caja registradora de finales del siglo XIX que había sido santo de mi devoción desde pequeña. Siempre me han gustado los objetos antiguos, y ese en especial llevaba en el escaparate de un anticuario de Arkham desde que alcanzaba mi memoria. No pude resistir la tentación de comprarla cuando abrí la librería. Pasé mis manos por las teclas, por la madera del mostrador. Paseé por la habitación, observando cada detalle. Nunca hubiese imaginado que echaría tanto de menos este sitio.

De pronto, recordé que no estaba sola. Miré a Adam algo avergonzada, tratando de inventar una excusa rápida.

-Quería asegurarme de que todo estaba en su lugar.

-No tienes que darme explicaciones, es normal que necesites un tiempo para saludar a una vieja amiga -dijo con una sonrisa amable-. Si te parece, podemos hablar en la trastienda. He encargado un par de muebles que seguramente te vengan bien. Espero que no te molesten los cambios.

Me dirigí, no sin cierto temor, a la trastienda. Al abrir la puerta, me encontré un despacho en toda regla. Una enorme mesa de oficina presidía el centro de la habitación. Encima, perfectamente encuadrados, un lapicero, un flexo, folios y un juego de plumas. Al fondo, varios armarios archivadores cubrían la pared. Me senté en el cómodo sillón que suponía para mi, de cuero negro, y admiré los sobrios cuadros de las paredes, el corcho vacío y las dos sillas al otro lado de la mesa, a juego con la mía. Dos hileras de cajones a ambos lados de mis piernas, bajo la mesa, me invitaban a descubrir su contenido. Los de la izquierda albergaban folios de distintos formatos y varias carpetas. El primero de la izquierda tenía postits, material de escritura, clips, chinchetas, una calculadora y todo lo que podría necesitar tener a mano. Al abrir el segundo, encontré una agenda y un cuaderno, ambos de cuero y con mi nombre grabado. Pasé mi dedo por encima del grabado suavemente. Entonces me percaté de una carpeta marrón debajo ambos. La saqué y me fijé en una anotación a bolígrafo: “las tres puntas del pecado”.

Dirigí mi atención hacia Adam, que estaba apoyado en el quicio de la puerta. Caminó lentamente hacia una de las sillas y se sentó.

-Este es el pequeño favor que quiero pedirle. Dentro de esa carpeta hay información sobre tres personas a las que me gustaría que vigilara. Creo que hay alguien que quiere hacerles daño, y necesito que alguien les siga la pista.

-Creo que se equivoca, señor Jones.

-Yo creo que no -metió la mano en el bolsillo del interior de su chaqueta, sacando una pequeña tarjeta negra que reconocí al instante.

-¿Cómo ha llegado eso a su poder?

-Me lo dio uno de sus antiguos clientes, inspectora Clark.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Hacía años que nadie me llamaba así. Observé la tarjeta con atención. Antes de que ocurriera todo, tenía un número limitado de clientes a los que atendía solo si portaban esta tarjeta. Gracias a una marca imperceptible distinta en cada una de ellas, sabía el recorrido que habían llevado a lo largo del tiempo. Quizá a alguno de los tulipanes le faltaba el pistilo, o tenía una hoja de más. Es una buena forma de controlar las relaciones de los círculos en los que me muevo... y de saber a quién tengo que recordar que no debe enviarme al primer imbécil al que se le ha perdido su gato.

-¿No sería mejor que avisara a la policía? -dije mirándole con cierto recelo. Después de tanto tiempo en el negocio, había aprendido que a veces, saber demasiado puede traer consecuencias fatales. He de decir que esta ha sido una de estas veces.

-Créame, si la policía se enterase de esto, lo mejor que me harían sería llamarme loco. Aunque a veces yo mismo dudo de mi cordura, si le digo la verdad.

Abrí la carpeta y eché un vistazo a su interior. La ficha completa de cuatro personas, con todos sus datos; una foto de un grupo de gente delante de un viejo hotel; información sobre una especie de secta, y al final un cheque con más ceros de los que había visto en mi vida.

Las sensaciones me abrumaron por un momento. ¿Estaba preparada para empezar de nuevo? Apenas si era capaz de comer, ¿cómo iba a volver a llevar un caso? Noté una reconfortante mano sobre la mía.

-Rose, sé que todo es muy difícil ahora. Has pasado por un bache, pero necesito que me ayudes con esto. No te faltará el dinero, si es lo que te preocupa. Y sé que eres capaz de esto y de más.

De nuevo, sus ojos me dieron la seguridad que me faltaba. Acepté el caso y volví a abrir la librería, aunque más adelante comprobaría que apenas tenía tiempo para ella, pero con el sueldo que Adam me había dejado podía pagar un par de empleados que no hiciesen preguntas sin problemas. He seguido la pista de la secta que nos ha llevado a esta locura desde entonces, aunque me temo que no me ha servido de mucho.

No puedo más que pediros disculpas por no haberos contado esto antes. Adam me hizo prometer que no contaría nada de esto a nadie, pero supongo que una vez muerta, mis secretos pueden seros útiles en esta odisea.

Maia. Oh, mi pequeña Maia. Pronto me reuniré contigo al fin...

Rose Clark

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