Los claros rayos de luz de luna iluminan suavemente las
calles de aquella ciudad de Vodacce. Como cada noche, todo está cubierto de una
capa de niebla que aporta un halo de misterio a la plaza donde una joven
coquetea escondiéndose de su amado con falsa timidez detrás de un abanico
sobrecargado, al portal en el que un perro callejero dormita tras otro día sin
encontrar nada que llevarse a la boca de entre la basura, al callejón donde una
espada empuñada por un hombre enmascarado atraviesa el estómago de un señor
entrado en carnes ahogado por las deudas mientras su portador esboza una
sonrisa de satisfacción al pensar en la bolsa de monedas que le espera a la
vuelta.
La luna pasa entre los barrotes de la habitación de una
chica que se cepilla una larga melena oscura a la luz de unas velas. Clava sus
ojos grises en la imagen que le devuelve el espejo, una cara aniñada que
enmarca unos ojos que han visto demasiado.
Su rostro se ensombrece ante el sonido de unos golpes en la
puerta. Deja el cepillo en el tocador.
-Adelante.
La llama de los candiles se mueve por la brisa que produce
la puerta al abrirse.
-Disculpe, señorita Crescenza. Su invitado ya ha llegado.
-Ahora mismo bajo, Renata. Gracias.
Tras hacer una reverencia, la sirvienta se retira. Crescenza
suspira. Sabe que Renata no ha dejado de mirar al suelo en ningún momento.
Odiaba que no la miraran a la cara. El miedo era una de las mayores condenas
que tenía ser tejedora, aunque ese miedo era un arma de doble filo, a veces
podía ser útil. El temor se acrecentaba si no llevaba puesto su velo, como era
el caso, aunque solo podía darse el lujo de liberarse de él en la intimidad de
su habitación.
Abre el cajón superior de la cómoda y saca una caja de
horquillas. Se hace un recogido sencillo en la parte superior de la cabeza y
atrapa detrás de su oreja un mechón travieso que intenta escapar. Acerca una
silla a su armario y sube para llegar al altillo. De entre las mantas saca un
pequeño frasco de cristal de rojo y mortal contenido que se guarda en un
bolsillo escondido en la manga de su vestido. Vuelve al tocador y se coloca el
velo ante los ojos. El espejo le muestra la imagen de la perfecta mujer de
Vodacce: recatada, modosa, sumisa.
Respira hondo, guarda el cepillo y las horquillas y baja al
salón.
Al abrir la puerta, encuentra a un hombre de unos cincuenta
años sentado ante el fuego. Su padre quería casarla con él para asegurarse un
negocio pendiente. A ella ese matrimonio le apetecía tanto como comer estofado
de rata.
-Buenas noches, señor Fabianni.
-Buenas noches tenga usted, señorita Caligari. Permítame
decirle que está usted espectacular esta noche.
Una sonrisa de viejo verde se dibuja en su cara llenando a
Crescenza de repugnancia. Había encargado el vestido que llevaba sólo para la
cena con el señor Fabianni. No soportaba su mirada lasciva recorriendo su piel.
Con ese vestido de manga larga y cuello alto se sentía algo más protegida,
aunque notaba los ojos enfermos de aquel señor treinta años mayor que ella
fijos en sus suaves curvas.
-¿Quiere una copa?
-Ya me han servido una, gracias.
Crescenza maldice para sí. Pensaba vaciar el contenido del
frasco al servirle la copa. Unos suaves golpes suenan en la puerta.
-Adelante –dice la joven.
Una niña de rizos rubios asoma por la puerta con cara
asustada. Es la hija de la cocinera, de apenas siete años de edad. Crescenza no
puede evitar sentir pena por la niña. Su padre, conocedor de las tendencias
enfermizas de su socio, ponía a su disposición a su criada más joven. Un par de
años atrás, fue testigo de cómo aquel sádico tocaba a la pequeña por debajo de
la falda. Por suerte, llegó antes de que se sobrepasara aún más. Se llevó a la
niña y consiguió que le contara que no era la primera vez que lo hacía, ni
sería la última. Desde entonces, Crescenza intentaba que no se quedara a solas
con la niña, aunque no siempre lo conseguía. Juró que la sacaría de las garras
de aquel monstruo, juró venganza por cada vez que se propasó, juró que vengaría
a cada niña que sufrió por culpa de aquel animal, y con un poco de suerte, esa
noche lo conseguiría.
Se dirigen al comedor. El señor Fabianni, con falsa
caballerosidad, aparta la silla para que Crescenza se siente. La pequeña criada
sirve la comida. Al acercarse al señor Fabianni, éste le acaricia la pierna.
-Tranquila, Roberta, ya me encargo yo.
La niña, con agradecimiento en la mirada, hace una
reverencia y se marcha.
-Veo que quiere que nos quedemos a solas, señorita Caligari
–dice Fabianni con una repulsiva voz melosa.
-Antes de ser su esposa, debo demostrarle que sé llevar una
casa.
-Me consta que sabe. Es usted de buena familia, no podía ser
de otro modo.
-Me halaga usted, señor.
Crescenza se dirige al armario de los vinos y abre una
botella. Con disimulo abre el frasco y vierte el contenido en la copa de su
acompañante.
-Espero que le guste este vino, es uno de los mejores de
nuestra bodega.
El señor Fabianni se lo acerca a los labios, pero en lugar
de beber, lo huele y esboza una sonrisa.
-Mi querida Crescenza, ¿creía usted que iba a conseguir
envenenarme tan fácilmente? Se le notaba a la legua. El frasco se divisaba en
su manga, y esa insistencia en ser usted quien sirviera la cena… No tiene alma
de asesina, querida. Dedíquese a bordar como la mujer que es –se levanta y se
acerca a Crescenza lentamente, poniéndola contra la mesa-. Va a tener suerte,
no voy a rechazarla como esposa, sería una gran pérdida, aunque tendré que
domarla como es debido, y creo que sería buena idea empezar ahora mismo.
Retira de un golpe todo lo que hay encima de la mesa y sube
a Crescenza bruscamente. Tira del cuello del vestido, rompiéndolo y dejando ver
un poco de la suave piel de la chica. Crescenza forcejea, pero el viejo es más
fuerte que ella y no puede impedir que acerque su sucia boca a la piel que ha
quedado al descubierto. Le suelta una mano para recorrer su cuerpo y empieza a
subir por debajo de su falda. Crescenza mira a su alrededor y divisa un
cuchillo. Estira el brazo, intentando alcanzarlo. Consigue rozarlo con la punta
de los dedos.
-Hijo de puta.
Crescenza le clava el cuchillo en el cuello. La sangre
comienza a brotar. El señor Fabianni la suelta e intenta cubrirse la herida con
las manos mientras se tambalea hacia una silla. Mira a Crescenza a los ojos y
sonríe.
-Al final sí que tiene alma de asesina, señorita Caligari.
Bienvenida a Vodacce.
Fabianni se desploma encima de la mesa. Un charco de sangre
lo cubre todo cual alfombra de muerte. Crescenza se mira las manos cubiertas
del líquido vital con la mirada desencajada. No puede creer lo que acaba de
hacer. El veneno es una cosa, usar armas blancas es otra muy distinta. Se
restriega las manos con una servilleta.
Ahora es el momento de escapar. Envuelve un cuchillo en una
servilleta, acaricia la bolsa de cuero que cuelga de su cintura y se acerca a
la puerta. Al no escuchar nada, se dispone a abrir cuando escucha el picaporte
de la del servicio. Corre hacia ella y detiene a la pequeña Roberta antes de
que vea el cadáver.
-Roberta, ya ha acabado todo. Ya no volverá a molestarte.
Ahora me tengo que ir, prométeme que te cuidarás. Prometo volver a por ti en
cuanto tenga recursos suficientes, nadie volverá a hacerte daño.
Saca una lágrima que se h escapado de los ojos de la niña,
la abraza y le da un beso en la frente. Roberta es la única que no le tiene
miedo, su única amiga, la única persona que le había mostrado aprecio. Le dolía
mucho dejarla, pero no podía llevársela, no todavía.
-Corre, vete.
Se abrazan por última vez y Roberta se va cerrando la
puerta. Crescenza se seca una lágrima y camina hacia la puerta. Pone el oído y
no escucha nada. Cierra los ojos y se concentra. Al abrirlos, unas hebras salen
de ella y le muestran dónde está cada una de las personas que se encuentran en
su casa. Sus padres están en su habitación, los criados en las cocinas… y el
pasillo está despejado. Abre la puerta muy despacio. Sin hacer ruido, cruza el
pasillo. Oye a sus padres discutir en sus aposentos. Llega a la escalera y baja
lentamente. A la mitad, vuelve a concentrarse y ve dos hebras que se mueven en el recibidor. Acaricia la
pequeña bolsa de cuero, la abre y saca una araña. La caricia y susurra:
-Tú al de la derecha, yo al de la izquierda.
La araña salta de su mano y desaparece por la pared.
Crescenza se agacha y abre un falso escalón, de donde saca una ballesta y
algunas flechas metidas en un carjac. Saca otra araña de la bolsa.
-Ilumíname.
La araña salta y va hacia el guardia de la izquierda,
subiendo por su espalda. Crescenza comienza una cuenta atrás para sí misma.
-Tres…
Saca una flecha del carjac con cuidado.
-Dos…
La carga en la ballesta despacio para no hacer ruido.
-Uno.
Crescenza apunta y dispara. Dos golpes secos indican que Crescenza
ha acertado y que su otra araña ha mordido al otro guardia a la vez. Se dirige
hacia la puesta principal notando cómo las arañas se vuelven a la bolsa para
descansar. Llega a la puerta y comienza a correr el pesado cerrojo cuando algo
frío se posa en su nuca.
-Mi querida Crescenza, matar a tus invitados no es forma de
ser una buena invitada.
-Supongo que lo aprendí de usted, padre.
Una risa fría surge de la oscuridad. Crescenza nota cómo se
le eriza el vello de la nuca ante el contacto de la pistola.
-Otra muestra de malos modales. Todo por culpa de tu madre.
Dale la cara a tu padre cuando le hables, niña.
Crescenza se gira lentamente. Mira los ojos de su padre,
llenos de odio y rencor. Calcula las posibilidades de huir, pero lo ve
imposible, ella no es la que porta la pistola. Necesita ganar tiempo para
pensar.
-Mi madre no tiene la culpa de nada. Si el hombre que se
hace llamar mi padre no se merece que lo mira a la cara, no lo haré.
-Maldita niña insolente…
La mano de su padre silbó en el aire antes de golpear la
cara de la chica.
-No podrá impedir que me vaya, padre. No pienso continuar el
legado de mi madre y mis hermanas, casarme con un hombre por la fuerza y
soportar maltratos durante el resto de mi vida.
-¿Y dónde vas a ir? ¿A Castilla? Ja, me encantaría ver cuánto
duras ahí fuera. Lástima que no vaya a verlo, tu vida acaba aquí, al calor de
mi pistola.
-Es usted un cobarde.
-No, soy un vodaccio, y tengo cosas más importantes que
hacer que mantener a una niña insolente. Adiós, Crescenza. Nos veremos en el
infierno.
Crescenza cierra los ojos y escucha un disparo. Piensa en
Roberta. Le había fallado, no podría cumplir su promesa. ¿Qué sería de ella?
Todo por no ser capaz de seguir viva…
“¿Viva?”. Crescenza abre los ojos y contempla el cadáver de
su padre a sus pies y a una mujer desconocida apuntándole con un arma. Levanta
las manos.
-Tranquila, no voy a hacerte daño –la mujer esboza una
sonrisa sincera-. Abre la puerta y sube al carro que hay esperando. Hablaremos
allí –Crescenza se queda quieta-. Confía en mí, estoy de tu lado.
Crescenza reflexiona durante un instante. Fuera lo que fuese
lo que la esperaba ahí fuera, no podía ser peor que lo que dejaba atrás. Abre
la puerta, corre hacia el carro y sube.
La mujer sube al carro tras ella y los caballos comienzan a
correr.
-Bienvenida a tu nueva vida, Crescenza Caligari.
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